diciembre 5, 2024
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Por Ivette Estrada

Soledad es un nombre paradójico en mi vida. Mi bisabuela paterna se llamaba así, pero era la mujer más alegre que conocí. Era el paradigma de “niña mágica” según el análisis transaccional. Pero a la par, esa soledad llena de indulgencias y brillo se contraponía al dolor, porque es lo más solitario que existe.

Si. El dolor posee una inmensidad egoísta que lo confina a uno mismo. La empatía puede acercarnos a él, pero es tan único como quien lo experimenta. Incluso el más “terrenal” y asequible, como el físico, es incompatible con otros. El lamento puede ser su voz, el llanto un signo externo, pero quien lo padece sabe que está atrapado en la soledad más absoluta cuando le duele algo en el cuerpo…o en la psique.

A veces duelen las ausencias y recuerdos. Los fantasmas que revolotean como mariposas en tardes de octubre, la voz aplastante del silencio, el horror de mirar el desencanto en el espejo.

El dolor es un campo enigmático y diverso. Puede dolor un pie o la incertidumbre, las perspectivas, los anhelos que engatusarnos y que no nos atrevemos a nombrar, las sombras…pero esa soledad insondable no es toda. Ese es un solo reducto, la cárcel del dolor. A veces es pasajero, otras tantas es la perniciosa compañía que nos endilga una enfermedad o síndrome crónico.

El dolor físico da cuenta del verdadero mal: la imposibilidad de conversar con nosotros. De auto aislarnos de nuestras motivaciones y arrancarnos la voz interna que aparece con nuestra propia voz, a veces como “consciencia” o reflexión, y otras veces es recuerdo o inusitada aparición de los consejos y sentencias de los seres que amamos.

La soledad perniciosa es la que nos arrebata el soliloquio.

A través de la conversación con otros creamos nuestro propio mundo porque nos permite escuchar nuestra propia voz. Es en el intercambio con los demás como detectamos nuestros propios sesgos, conclusiones y caminos. Cuando hacemos presente la sabiduría interior y damos formas a los credos, mitos, referencias, filias y miedos. No conversar con otros reduce la propia riqueza interior.

Ahora, la incapacidad de establecer un diálogo con uno mismo, como en el caso del dolor, nos arrebata todo. Nos aleja de nuestro centro de poder que es la conexión con nuestro cuerpo emocional, mental y espiritual. Es un acto de reduccionismo implacable. Es la muerte en vida.

La conversación es el don de la vida. Pero a veces requiere silencio. En momentos la voz de otros puede tornarse en un parloteo incesante, en ruido que impide digerir y abrazar ideas, puntos de vista, nuevas perspectivas. Se requiere soledad para reconstruir quiénes somos, develar en que creemos, reconfigurar nuestra misión de vida, adaptarnos al entorno.

En sí, existe una soledad que nos aleja de todo, incluso de nosotros, y otra que es semilla de reflexión, consciencia y creación. Es la que empleamos para establecer nuestra presencia en el aquí y ahora, la que nos permite confrontarnos y evaluar el significado de la vida y del amor y lo que hacemos en ella (la proactividad). También es la soledad en la que creamos y donde emerge el significado de Dios y del arte.

Soledad, mi bisabuela, siempre serás para mi luz.

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